“Construir el socialismo en Rumania”. Esa fue la respuesta de Nicolae Ceausescu, quien habría cumplido hoy cien años, a un periodista occidental, explicó este viernes el historiador Vladimir Tismaneau. El dictador comunista, que fue ejecutado el 25 de diciembre de 1989, no fue un tirano común. Con el apoyo del aparato de partido y de la Securitate -la policía secreta, Ceausescu impuso un culto a su personalidad, que no se limitaba, como el de Albania, a su persona, sino a la de su esposa Elena y a otros miembros de la familia, prosigue el experto.

CeausescuFoto: Radio Romania

Ceausescu preparaba a su hijo Nicu como su heredero, pero el destino del dictador estaba vinculado inextricablemente al de su mujer, quien fue propulsada a la posición de número dos de partido y de Estado. El sociólogo Daniel Chirot distingue entre dos tipos de tiranos modernos: el corrupto (Batista, Somoza y Marcos) y el de ideocráticas simbolizado por personajes como Stalin, Mao, Pol Pot, Ceausescu, Castro y Mengistu.

El ‘Conductor’ fue un fanático comunista, un “true believer”. Realmente creía que promovía un nuevo modelo de socialismo: la puesta en marcha de una serie de dogmas rudimentario, pero en igual medida persistente y autosuficiente. La coreografía y la dramaturgia al culto de personalidad fueron una contrapartida emblemática de cómo mantener el control total de la nomenclatura sobre los recursos económicos del país. La miseria aumentaba de manera exponencial, al igual que la pobreza. Las eternas colas se convertían en símbolo de la “Época de Oro”.

Cuando condenó la invasión soviética a Checoslovaquia en 1968, el ‘Hijo amado’, como le gustaba denominarse, configuró la autodefinición de dictador igual al interés nacional. Según Tasmineanu, Ceausescu nunca buscó un experimento de tipo “comunismo con cara humana”. Leal a la doctrina leninista, repugnaba y temía el pluralismo.

Nicolae y Elena fueron los únicos dictadores ejecutados durante las revoluciones de 1989 en la Europa del este. Durante el proceso militar, ambos no imploraron perdón, sino que se enfrentaron a los acusadores. Probablemente, asegura Tasmineanu, esta autoconfianza provenía de la estructura inflexible de sus convencimientos marxistas, primitivos, pero consecuentes.

Ceausescu fue aclamado como “persona que nace sólo una en 500 años”, “el héroe entre los héroes”, “el arquitecto del destino nacional”. Al final, fue tratado como un criminal. Para él, el juicio era una farsa organizada por un grupo de contrarrevolucionarios, que respondían a intereses extranjeros.

“Sólo responderé ante la Gran Asamblea Nacional”, proclamaba impecablemente el sártrapa. Seguramente, se acordaba de todos sus momentos de gloria, de éxtasis, de los rituales bizantinos de adoración en los que se había bañado hasta unos días antes de su ejecución y de los encuentros con los jefes de Estados. Hoy hay una cosa confirmada: Nicolae Ceausescu murió cantando frente al escuadrón de ejecución la “Internacional”.