Con cierto aire mesiánico, Viktor Orbán reveló la semana pasada en Madrid que a los cristianos les corresponde un “papel de vigías”: “Dios nos ha nombrado vigías, también a los políticos”. No son solo palabras. El discurso ayuda a entender la seriedad con la que el primer ministro húngaro se toma esta misión y la aplica a las leyes del país, explica la periodista de El País, Silvia Blanco.

Para empezar, en la propia Constitución, que entró en vigor en enero de este año en medio de fuertes críticas. En un país que él mismo admite es “neutro, indiferente a la fe”, la carta magna establece que “la familia y la nación constituyen los principales pilares de la coexistencia” y que sus “valores fundamentales de cohesión son la fidelidad, la fe y el amor”. Cuando habla de familia, el texto es bien explícito —“matrimonio es la unión de un hombre y una mujer”—, y protege la vida “desde el momento de la concepción”.

Ni a Orbán ni a Fidesz, el partido del Gobierno, les hizo falta la oposición para aprobar la Constitución ni las leyes orgánicas que la desarrollan, de enorme calado y difíciles de cambiar. En las elecciones de 2010 vencieron con una mayoría abrumadora que les permite controlar dos tercios del Parlamento. Desde entonces, Hungría es uno de los ejemplos más claros de Europa de cómo gobierna el nacionalismo populista. Tan amplia victoria se explica en parte por el brutal descrédito del anterior Gobierno socialista de Ferenc Gyurcsány, el primer ministro con el que la deriva económica rozó el desastre y del que se filtró un audio con esta confesión sobre las finanzas del país: “Hemos mentido mañana, tarde y noche”. En 2010, “Orbán consiguió que la gente creyera que sabía cómo construir un nuevo país”, explica Róbert Lászlo, especialista electoral del instituto sociológico Political Capital de Budapest. Fidesz parecía “la única opción política viable”, apunta el analista de Nézopont Intézet Gábor Tákacs.

Orbán se ha empleado a fondo en poner “el país en orden”. Un orden bastante dudoso, según Bruselas, que ha dado la voz de alarma sobre la calidad democrática del país al ver cómo los jueces y el Tribunal Constitucional perdían poder; la libertad de prensa se veía amenazada y el Banco Central tenía socavada su independencia. La presión de la UE ha logrado que Budapest rectifique para ajustarse al derecho comunitario.

Parte de los húngaros también se han rebelado contra el fervor legislativo de Orbán —apodado Viktator por los manifestantes—, que ha reformado el país de arriba abajo. Hungría ha entrado en la segunda recesión en cuatro años, la errática política económica emprendida daña el crecimiento y el tono de confrontación constante hace que muchos votantes estén decepcionados: “Los rápidos cambios impositivos han hecho que la gente pierda poder adquisitivo, hay una gran tensión entre el Gobierno y los jueces, los médicos, los maestros, los sindicatos, los granjeros… Excepto los fieles de Fidesz, mucha gente encuentra absurda la ‘lucha por la libertad’ del Ejecutivo contra el FMI y la UE”, argumenta Lászlo.

Ese descontento se ve en las encuestas de intención de voto, en las que Fidesz ha caído más de 20 puntos porcentuales. Pero los apoyos perdidos no van a parar a ningún partido, sino al no sabe/no contesta. Con todo, el éxito de los mensajes de Fidesz no es solo producto de la crisis ni de la falta de alternativas políticas. “Tiene unas raíces más profundas. En el contexto internacional puede parecer un partido de derechas nacionalista, pero en el húngaro son moderados en comparación con Jobbik [la ultraderecha], que pide la salida de Hungría de la UE”, explica Tácaks. En opinión de László, “los líderes políticos pueden cambiar, la ultraderecha puede subir, pero en las próximas décadas habrá demanda de populismo de derechas”.