Bucarest es, como muchas capitales del Este, una ciudad de tranvías. Los raíles se extienden por sus calles, separados del tráfico rodado en el centro de la calzada o sobre los mismos carriles para los coches. El 21 lleva al exuberante suburbio de Colentina y es uno de los tranvías más populosos de Bucarest. La línea comienza en la plaza de San Jorge, junto a la iglesia ortodoxa que le da nombre y al kilómetro cero de Rumanía, relata Marcel Gascón en un artículo publicado en Jot Down.

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Desde primera hora de la mañana, cuando aún es de noche, cientos de personas esperan en la acera el flujo incesante de 21s. Son estudiantes de liceo, señoras que van a la compra al mercado de Obor, vendedores ambulantes de poca monta y muchos jubilados, que tienen el transporte público gratis y han hecho de viajar en él uno de sus pasatiempos preferidos.

Dejando atrás a los perros que ladran a su paso junto al recinto de la iglesia, el 21 emprende la calle de Mosilor Vieja. Se desplaza pesado como un coloso de hierro viejo entre joyas arquitectónicas del XIX y principios del XX al borde del derrumbe. Frente a algunas de ellas hombres gitanos que viven allí ofrecen al viandante chicas “guapas y limpias”, “estudiantes”, en el mejor de los casos. Antes obliga a taparse la nariz un montón de basura escampado frente a una vieja villa con gallinas y ropa tendida en el patio de tierra. Es el fruto de la guerra entre dos familias, radicadas en decadentes viviendas decimonónicas a ambos lados de la calle. Los más fuertes, defendidos siempre por el orgulloso ejército de perros que ronda libre y disciplinado por el barrio, salen a mear frente a la villa del vecino, y cada noche arrojan junto a su verja los kilos de basura que produce la prole. Cuentan los más viejos que antes del comunismo vivieron en estas casas familias de rumanos ricos, de comerciantes armenios y judíos. Dicen que todo estaba limpio y bien cuidado.

Mosilor Vieja tiene un único carril por sentido, y hasta cruzar el bulevar de Carlos I el 21 ha parado ya dos veces obligando a detenerse a los coches. El 21 para en su estación del cruce y continúa por la Nueva Mosilor. La calle es más amplia y espaciosa. Los tranvías circulan ahora en ambos sentidos por dos carriles exclusivos en el centro de la calzada, separados de los coches por dos medianas de goma elástica que no todos los conductores respetan. Las casas bajas de valor histórico han dejado paso a los bloques altos comunistas, grises o pintados de marfil y rojo en los programas municipales de renovación y aislamiento contra el frío. En los bajos, decenas de establecimientos se anuncian en rudimentarios letreros de antaño. Sastrerías, carpinterías, zapaterías, quioscos de barrio, dos o tres outlets escandinavos y algún que otro café incongruentemente pijo.

El 21 se acerca a Obor, uno de los cruces más concurridos de la ciudad. Paran autobuses y tranvías y hay estación de metro. Vienen las señoras al mercado, los niños a la escuela, los pensionistas al parque, los estudiantes al McDonald’s, los oficinistas al trabajo. El 21 para en la estación y se llena. Hay mucha gente con carros de la compra, que va al mercado chino del Dragón Rojo, al cabo de la línea. Es un Obor más grande y barato. El Dragón Rojo es el mayorista de los vendedores de Obor, pero está más lejos y no todos tienen tiempo o ganas de llegar allí. Ha subido un vendedor de diarios, que ofrece también cajas de tiritas y cortauñas. Baja enseguida y entra una mujer ciega, que se pasea por el tranvía chocando con la gente y pidiendo para pan. Llegados ya al barrio de Colentina, con los bloques más altos y más verde en las aceras, otro ciego rompe la tregua de varias estaciones sin pedigüeños. Lo conduce por la espalda su madre y toca una canción triste al acordeón. La figura de la madre guía, sus ojos nublados, los andrajos que le cubren y unos cuantos viajeros nos hacen imaginar cómo debió ser la picaresca medieval.

A medida que llega al Dragón Rojo el camino del 21 se vuelve más y más oriental. Las tiendas de las aceras ya no son ferreterías de barrio. Hay barberías sirias con inscripciones en árabe, restaurantes turcos, chinos y libaneses y carteles de ligas musulmanas. Han vuelto las casas bajas, pero ya no están juntas y tienen patios. Se ven mujeres en velo y escuchan idiomas lejanos. En los márgenes animosas gitanas en chándal agitan papeles con la mano. Se dirigen a los coches. Hacen facturas falsas para quien las necesite, los interesados lo saben. Bajo los techos bajos de hojalata sale humo de barbacoa y se escuchan músicas orientales. Viejos vestidos de blanco sirven salchichas a descuidados bebedores de cerveza. Al lado, muchachas gitanas ponen kebaps bajo la mirada atenta de sus jefes turcos.

Con paso cansino que no consigue animar el bullicio de la zona, el 21 llega a su última parada. Los pasajeros bajan a toda prisa, como queriendo liberarse de la atmósfera cerrada del tranvía, y enfilan el camino del Dragón Rojo.

La ruta del 21 toma vida camino de su desembocadura a las puertas del Dragón y es un paseo por muchos Bucarests. El naranja romano de lo viejo dio paso al gris-verde comunista, y éste a un amarillo claro y deslumbrante, de desierto. El trayecto encierra un fascinante viaje histórico, de la ciudad que dejaron los prósperos comerciantes del Oriente de entonces a la nacionalización y la decadencia del reduccionsimo comunista y a este nuevo Oriente, que debe darle a la vieja Europa el color y la pujanza perdidos.