La recepcionista del Hotel Central recibe mientras plancha con un vetusto aparato a vapor en un pequeño cuarto del vestíbulo. Estará a punto de jubilarse, y llegó a la ciudad hace muchos años, en los sesenta. Su padre policía cambió de trabajo y dejó la provincia limítrofe de Sibiu para venir a emplearse en la industria química, relata el periodista Marcel Gascón en un artículo publicado en Jot Down.

Ciudad VictoriaFoto: Marcel Gascón

El primer camarero del restaurante Paradis nació aquí. Como los de todos los jóvenes de su edad —debe rondar los 25—, sus padres llegaron a la ciudad procedentes de otros lugares de Rumanía para trabajar en la fábrica de productos químicos. El primer camarero del Paradis sirve sonriente y atento. Parece feliz y quizá sea de los pocos de su edad que no quiera emigrar a Occidente. Sí quiere irse, y ya sabe cuándo y dónde, el muchacho de mirada curiosa que nos mira desde el balcón mientras fotografiamos los bloques. Sus padres vinieron hace mucho de Vaslui, una de las más pobres regiones rumanas y provincia fronteriza con la República de Moldavia. Tiene 15 años y familia en Italia, en Roma. Allí marchará a ganarse la vida cuando acabe el curso, siguiendo el camino de muchos otros.

Son historias de la ciudad transilvana de Victoria, en el corazón geográfico de Rumanía. La primera experiencia industrial en esta zona de bosque a los pies de los Cárpatos data de 1939, cuando una empresa de la Alemania nazi empezó a construir una fábrica con fines militares en torno a la que debía alzarse una ciudad colonia para los trabajadores. Hasta que Rumanía traicionara a su aliado alemán en 1944, trabajaron en la fábrica vecinos de localidades cercanas, prisioneros políticos y judíos. Tras el fin de la guerra y el comienzo de la dominación soviética, la nueva autoridad reactivó la fábrica en 1949 para convertirla en un complejo industrial químico. A su alrededor, y pese a tratarse de una zona rodeada sólo de bosques a los pies de los Cárpatos, construyó una ciudad nueva de bloques uniformes de pocas alturas, que acogió a los trabajadores llegados de diversos puntos de la geografía rumana. La fábrica funcionó bajo el proteccionismo comunista hasta la caída del régimen en 1989, cuando dejó de ser rentable y los victorianos debieron buscarse la vida en otra parte. Muchos emigraron y siguen emigrando a Europa Occidental, especialmente a Italia. El resultado es una población envejecida en la que más de la mitad de los diez mil habitantes tiene más de 60 años. Según datos de la Academia Rumana, sólo un tercio de la población activa tiene trabajo en Victoria. El número de victorianos se ha reducido un 20 por ciento entre 1995 y 2010, la tasa de natalidad es baja y la Academia Rumana asegura que su supervivencia podría verse amenazada en los próximos treinta años. La originalidad de su historia y el crudo destino de Victoria han llamado la atención de la multinacional Siemens, que ha organizado un concurso entre ingenieros y arquitectos jóvenes con proyectos para el desarrollo sostenible de la ciudad para reinventarla y hacerla viable antes de 2020.

Victoria

Foto: Marcel Gascón

La estrecha pista rodeada de bosque de pinos que lleva hasta Ciudad Victoria es el primer signo de lo remoto del lugar. Se abate de la carretera principal a pocos kilómetros de la entrada, señalada con pompa junto a la cuneta con una escultura blanca en forma de V. Los conocidos bloques cuadrados de cuatro plantas nos dan la bienvenida cuando cae la noche. Conducimos hasta la plaza central, presidida en el centro por un jardín bien cuidado de arquitectura simple. Junto a él una horterísima fuente seca de clara inspiración ceausista mira al edificio blanco del cine. La oscuridad es desoladora. El silencio sólo lo rompen los pasos de un transeúnte sobre la alfombra de hojas secas que cruje ruidosa en el que todavía llaman bulevar Lenin. Hace frío y el Hotel Central renovado nos ofrece calor y refugio. La recepcionista habla en tono calmado y tiene los ojos hundidos. Nos acompaña a las habitaciones y responde a nuestras preguntas con suave amabilidad. Tiene la tranquilidad de quienes no se aburren fácilmente, y en ningún caso el aire triste, decadente y dejado que en Victoria esperábamos encontrar hasta en las moscas. Nos sorprende su relación con la ciudad. Cómo insiste sin énfasis en que los victorianos son gente abierta y amigable, cómo se esfuerza en recomendarnos el restaurante “más elegante” en detrimento del del propio hotel. La recepcionista asume sin gravedad el destino de esta ciudad fallida de la que deja claro que es parte. Juzga su fracaso como un hecho y no como una derrota, y desarma sin contemplaciones cualquier tentación compasiva.

Tras parapetarse contra el frío con un trago de vodka en la habitación volvemos a salir a la plaza para emprender el camino al restaurante “más elegante”. Ahora somos nosotros quienes hacemos crujir la alfombra ocre del bulevar Lenin, que han coronado al otro extremo con una gran iglesia ortodoxa ante el perfil de los Cárpatos. Sólo un modesto cartel rojo sobre el portón de entrada anuncia el restaurante en un edificio sobrio y bien pintado: Paradis. Junto a la escalera un gran mural pintado en la pared: un hombre acompañado de su mujer vestida de blanco sostiene una bandera roja con la hoz y el martillo en presencia de su hijo en uniforme de pionero. Y sobre la pintura, puro realismo socialista, un sello negro con la palabra “Anulado”, para que no quede duda de la intención meramente histórica. Junto a las escaleras, el techo alto y los interminables cortinajes rojos y blancos presagian uno de esos enormes restaurantes comunistas sin clientes, con muchos camareros malcarados e ineficaces, la luz baja, hilo musical de Julio Iglesias y los manteles raídos. Pero al abrir la puerta, bajo el techo inalcanzable, nos sorprenden las mesas ocupadas y animadas, un menú abundante y variado y el ánimo del primer camarero, que aún no sabe de la batería de preguntas a la que será sometido. Mientras toma nota le interrogamos sobre el mural. Contesta sobre el pasado con la misma apertura que la recepcionista, como pocas veces ocurre en Rumanía. Dice que había otros murales junto al de la familia feliz socialista, pero fueron borrados tras la caída del régimen. Mencionamos el “anulado” y se ríe con expresión de culpa, como si pidiera amistosamente comprensión. La música es moderna y viva, el vino excelente. Los clientes no paran de hablar y reír entre ellos y nadie mira a los forasteros. Tampoco aquí es posible la mirada condescendiente a las víctimas del siglo XX que hemos venido a ver. Por su viva naturalidad no podemos mirarlos como sujetos pasivos de la Historia. Simplemente nuestros padres vinieron a trabajar aquí, parecen querer decirnos.

A la mañana siguiente desayunamos en el menos elegante restaurante del hotel. La decoración es antigua pero tiene lustre. Las mesas son redondas y grandísimas y no hay clientes. Una mujer gruesa y maternal se levanta para atendernos. Es también ella de una cordialidad rara entre los camareros rumanos, más aún si lo son de un bar de hotel de provincias, de una ciudad fallida en medio del bosque, si se trata de una de las víctimas directas y absolutas de la experimentación socialista. De los altavoces suena como terciopelo Dance me to the end of love, y el resultado no es grotesco como en los comedores pretenciosos de Bucarest o las posadas caras de Constanza. Reina en el ambiente humanidad y buen gusto, no hay rastro del poso de desesperación resignada y tensa tan común en Rumanía lejos de las capitales. Entran más clientes de aspecto desastrado. Se sientan discretamente junto a la ventana y beben cerveza. Hablan bajo y pausado y saludan con respeto a la camarera. Todo transcurre en fluida armonía, suena sin estridencias Leonard Cohen y nosotros habíamos venido a ver el apocalipsis.

Paseamos entre los bloques uniformes que albergaron a los trabajadores de la fábrica y donde hoy viven los desempleados que no se fueron. Unos están mejor conservados que otros. La gente se saluda al cruzarse. Si saludamos nos saludan, pero nadie nos mira o pregunta por las fotos. Caminando junto a los árboles amarillentos y sobre hojas secas llegamos al barrio más deprimido. Varios jóvenes hablan ruidosos frente a los portales. Dos niños juegan al fútbol y los mayores departen relajados alrededor de un banco. Fotografiamos un bloque abandonado, sin ventanas. Desde un balcón del bloque de enfrente un adolescente nos saluda con timidez y nos señala la entrada al edificio fantasma. La planta baja está llena de basura y cuando hemos subido a la primera aparece el muchacho acompañado de un niño gitano. Nos explica que fue un edificio de “nefamilisti”, en la Rumanía comunista los adultos que no se casaban. Teniendo en cuenta sus más modestas necesidades de espacio, el Estado les daba una pequeña habitación en una especie de hotel público con cocinas, baños y salas de ocio comunes. El edificio fue abandonado hace ocho años, aunque en sus últimos días sólo se ocupaba la primera planta. Caminamos sobre cristales rotos por los pasillos y nos sorprende la decoración de las habitaciones. En cada una las paredes están pintadas de manera distinta: estampadas a flores en ésta, con trocitos de espejo en el techo en la otra u originales cenefas de resonancias árabes en aquella. Quizá cada “nefamilista” pintara su propio cuarto según su gusto y posibilidades. En algunas habitaciones se ven restos de pósteres de grupos de adolescentes. En otra las páginas de modelos anunciando ropa de una revista alemana y junto a una ventana el logrado dibujo de una rubia pornográfica, que está firmado en 1999. En un balcón del cuarto y último piso el muchacho examina con franqueza sus posibilidades aquí. No queda más actividad económica que la sección del combinado químico que aún sigue funcionando. Y una fábrica de preparados de carne, se acuerda. Desde el balcón señala dos microbuses. Son dos de los cuatro que tiene un vecino. Los ha comprado de segunda mano y transporta personas a Italia, todo en negro, todo ilegal. El niño gitano le mira fijamente, como nos ha mirado antes durante toda la visita. Asomados al ruinoso paisaje de bloques fumamos un cigarrillo. Después bajamos las escaleras y nos despedimos secamente.

Conducimos hasta la fábrica en torno a la que pasó todo. En el desangelado cruce donde nace la pista hacia el complejo preguntamos a dos señoras. Parece que vengan de caminar. Van vestidas de forma despreocupada que deja ver su exceso de peso, con colores vistosos. Nos indican el camino y contestan con brío nuestro cuestionario. No queda nada, dicen sin tristeza. ¡Y qué bonito era cuando venían a hacer prácticas ingenieros jóvenes como vosotros!, sin nostalgia. Se hace de noche y siguen a buen paso su camino a la ciudad. Cuando arrancamos el coche se despiden moviendo con garbo la mano.

Victoria no fue la ciudad de sus padres y difícilmente será la de sus hijos. Es la ciudad de una sola generación.

Junto a una explanada de hormigón con algunos coches una caseta de color azul contemplamos el combinado químico. Y delante de los hierros viejos recortados ante los Cárpatos sonreímos admirados por el buen tono de los victorianos, recordando con cara de tontos que habíamos venido a ver el apocalipsis.