Después de las elecciones italianas, la eurocrisis ha vuelto a la palestra paneuropea y lo hace con renovadas fuerzas. Está claro que en países como España y Grecia la crisis nunca había desaparecido. Pero, en un momento en el que las élites de Bruselas y las nacionales no quitan la vista de las primas de riesgo —como conejos paralizados por la serpiente de los mercados financieros—, hay una segunda crisis, potencialmente mucho más profunda, que no ha recibido más que una atención intermitente: se trata del debilitamiento del Estado de derecho y la democracia en varios países de Europa Central, explica el profesor de Princeton, Jan-Werner Muler.

Europa necesita crear una nueva institución, una especie de guardián de la democracia, para encarar esas amenazas y, para hacerlo eficazmente, la UE debería hacer un seguimiento del Estado de derecho en todos los Estados miembros y estar dispuesta a aplicar sanciones cuando un Gobierno comience a atacarlo. Los escépticos dirán que eso supondría otorgar demasiado poder a Bruselas, pero esa queja pasa por alto el hecho de que, para bien o para mal, Bruselas ya está adquiriendo nuevas competencias en materia de supervisión e intervención en asuntos presupuestarios nacionales. Y es probable que las conserve. ¿Acaso debe limitarse a cuadrar las cuentas y hacer la vista gorda cuando se trata de vigilar el respeto a valores políticos como las libertades y la democracia?

La crisis en Europa Central se inició en Hungría, cuando un partido populista de derechas, el Fidesz, obtuvo una mayoría parlamentaria de dos tercios en los comicios de 2010. El Gobierno de Viktor Orbán aprobó una draconiana ley de medios que fue enormemente criticada —por la OSCE, entre otros— y en la primavera de 2011 impuso una nueva Constitución que socavaba los preceptivos pesos y contrapesos (y que también fue muy criticada en foros internacionales, por ejemplo el Consejo de Europa). Además, Fidesz puso el Tribunal Constitucional a su favor y siguió colocando a sus leales servidores en puestos de instituciones que debían ser imparciales, con frecuencia para periodos inusualmente prolongados. Fidesz siguió una estrategia sistemática de ocupación del Estado para que, si en algún momento el partido perdía unas elecciones, no perdiera nunca el poder. Sus detractores comenzaron a hablar incluso de putinización.

En Rumanía el ataque al Estado de derecho fue mucho más rápido y se desarrolló de forma menos sistemática: durante el verano de 2012 una coalición de socialdemócratas y liberales intentó destituir al presidente Traian Basescu, teóricamente liberal-conservador (acusado de ir más allá de lo que sus competencias constitucionales le permitían). A tal fin, la coalición privó de poderes al Tribunal Constitucional, además de aprobar por procedimiento de urgencia varios decretos cuyo objetivo evidente era conseguir que el referéndum relativo a la destitución del presidente solo tuviera un resultado: lo que se hizo fue reducir el umbral de participación requerido para considerar vinculante la consulta. El Gobierno de Victor Ponta también cambió a los presidentes de las dos Cámaras y destituyó al defensor del pueblo.

La UE ha intervenido tanto en Hungría como en Rumanía. La Comisión criticó la ley de medios húngara, que al final se cambió (aunque es cuestionable que en muchos sentidos no conserve su carácter intolerante). También se investigó a Hungría por no aplicar leyes de la UE —se temía por la independencia del Banco Nacional, la judicatura y el organismo dedicado a la protección de datos— y al final la Comisión denunció a su Gobierno ante el Tribunal de Justicia Europeo. Hasta ahora, los resultados han sido un tanto desiguales: Budapest aceptó algunas exigencias encaminadas a garantizar la independencia del Banco Nacional (pero es plenamente consciente de que su gobernador se jubilará en la primavera de 2013 y de que entonces podrá ser sustituido por alguien más afín al Gobierno); en una ocasión el Tribunal de Justicia Europeo dictó sentencia contra Hungría, argumentando que el drástico adelanto de la edad de jubilación de los jueces a los 62 años vulneraba la legislación europea, pero los magistrados jubilados aún no han recuperado sus cargos. En el caso de Rumanía, Bruselas insistió en que no se cambiara la normativa reguladora de los referendos destinados a la destitución de presidentes, lo cual ha tenido como consecuencia que, aunque la gran mayoría de los votantes se mostró a favor de librarse de Basescu, no se alcanzó el grado de participación necesario para considerar vinculante la consulta, así que Basescu sigue en su puesto.

Tanto el Gobierno húngaro como el rumano han aprendido de sus tratos con la UE: en Hungría se modificará de nuevo la Constitución para cercenar el poder del Tribunal Constitucional, que últimamente ha revocado varias leyes promovidas por el Gobierno, y un nuevo mecanismo permitirá a este trasladar directa, y visiblemente, las multas de la UE a los impuestos que pagan los ciudadanos. En Rumanía, el presidente del Gobierno está intentando crear una mayoría que le permita aprobar una nueva Constitución que probablemente consolide a largo plazo las preferencias políticas de índole partidista. Esos dos intransigentes Gobiernos cuentan con que Europa es un entorno político enormemente fragmentado, carente de una auténtica esfera pública común, y que, por tanto, difícilmente mantendrá durante mucho tiempo la atención sobre un problema concreto que no sea el euro. Es más, cuando hay que enfrentarse a vulneraciones de los principios liberal-democráticos, ninguna institución europea dispone de un método coherente, ni siquiera de tiempo o recursos para recabar datos.

La UE necesita crear un nuevo organismo, capaz de emitir dictámenes jurídico-políticos consecuentes, exhaustivos y, sobre todo, creíbles para casos como los de Hungría y Rumanía. Esa institución debería observar atentamente cómo está el Estado de derecho en todos los países miembros. Propongo que a este órgano de vigilancia de la democracia se le llame Comisión de Copenhague, en recuerdo de los “criterios de Copenhague” adoptados por la UE en 1993 para juzgar si un país era lo suficientemente democrático como para iniciar los trámites de ingreso en la UE.

Evidentemente, la gran pregunta es ¿y después qué? ¿Qué ocurre cuando un país parece socavar sistemáticamente el Estado de derecho y limitar la democracia? Propongo que la Comisión de Copenhague tenga competencias para investigar la situación y después activar un mecanismo que envíe una señal clara a toda Europa. Posteriormente, la Comisión Europea tendría que recortar, por ejemplo, las subvenciones a proyectos de infraestructuras o imponer multas cuantiosas. A continuación, si se considerara oportuno, se podrían tomar otras medidas; el Tribunal Europeo de Justicia podría tomar cartas en el asunto y otros Estados miembros también podrían adoptar medidas en el Consejo Europeo. De manera que la Comisión de Copenhague no sustituiría a otras instituciones capaces de sancionar a Gobiernos díscolos de Estados miembros, pero, para empezar, sí podría concentrar esfuerzos y paliar el déficit de atención que muestra Europa cuando tiene que ocuparse de la democracia.

Jan-Werner Müller es profesor de Ciencia Política en la Universidad de Princeton, EE UU. Su último libro es Contesting Democracy: Political Ideas in Twentieth-Century Europe. Traducción de Jesús Cuéllar Menezo.