En 2001, Lituania servía al escritor estadounidense Jonathan Franzen como escenario para la parte más desquiciada y divertida (¿la única?) de su novela Las correcciones. “A lo más que puede aspirar mi país es a parecerse algún día a un Estado occidental de segunda clase”, se resignaba el coprotagonista lituano, tan entrañable como fracasado en su vocación de mafioso postsoviético, escribe el diario económico Cinco Días, de la editorial de El País, en un reportaje sobre la situación de la Europa Central y del Este.

Doce años después de aquel cataclismo imaginario, Lituania (la de verdad) se prepara para asumir por primera vez la presidencia semestral de la UE (a partir del 1 de julio). Y su presidenta, Dalia Grybauskaite, se dispone a recibir el próximo 9 de mayo en Aquisgrán el prestigioso Premio Carlomagno, como reconocimiento al esfuerzo por convertir al país báltico en un socio más, no de segunda, de la UE.

El galardón coincide, y no por casualidad, con el décimo aniversario de la firma de los Tratados de Adhesión de los países del Báltico, de Europa Central y del Este que ingresaron en la UE un año después, el 1 de mayo de 2004. Una ampliación que transformó el club comunitario en una amalgama más heterogénea que nunca en cuanto a convergencia económica y estabilidad política. Y que tras una década de convivencia entre los antiguos socios y los recién llegados deja un saldo relativamente positivo, pero plagado todavía de gravísimos problema sociales (sobre todo, en Hungría, Rumanía y Bulgaria) y desequilibrios económicos tan graves como el que acaba de condenar a Chipre al rescate o a la bancarrota.

Desde el comienzo se sabía que la operación geoestratégica era tan ambiciosa como arriesgada, porque la UE engullía de golpe casi todo el patio delantero de Rusia. Se trataba de aprovechar una oportunidad histórica, con Moscú fuera de juego temporalmente tras el derrumbe de la URSS.

Pero el atracón no ha sido fácil de digerir. Y para algún analista, explica en parte el marasmo actual del club. La convivencia, desde luego, no ha sido fácil, aunque los chirridos institucionales del comienzo han ido suavizándose.

La atemorizada Polonia de los Kaczins_ky, que fue un quebradero de cabeza para el resto de socios, se ha convertido en un país con vocación de liderazgo, mimado por Berlín y con posibilidades ya de hacerse con la presidencia de la Comisión Europea.

En la República Checa también acaba de abandonar el cargo el presidente Vaclav Klaus, que hizo de su enfrentamiento con Bruselas una seña de identidad. Su sucesor, Milos Zeman, ya ha dejado claro que desea normalizar por completo las relaciones con el resto de la UE con la simbólica colocación de la bandera europea en la residencia presidencial en el Castillo de Praga.

Aun así, no se puede hablar todavía de una Unión sin fisuras, ni política ni, mucho menos, económica y socialmente. Persiste la desconfianza entre los socios más veteranos y los ya no tan recién llegados, agravada ahora por una crisis que ha frenado en seco la convergencia en renta per cápita.

El primer lustro después de la ampliación, los nuevos socios registraron una tasa anual media de crecimiento del 5,5%. Pero el ritmo se ha ralentizado. Y los últimos datos indican que la República Checa, por ejemplo, sigue con una renta per cápita del 80% de la media comunitaria, la misma que en 2006; Eslovaquia, en el 73%, como en 2008. Y el gigante polaco no ha logrado pasar del 64%.

La tensión es evidente y el núcleo duro de la UE, con Alemania y Reino Unido al frente, reclama una revisión de las normas sobre libre circulación de trabajadores para blindarse ante la posible llegada de personas del Este. Alemania también quiere disponer de nuevos instrumentos para poder castigar a un socio si viola los valores democráticos de la UE, una iniciativa que parece pensada para Budapest y Bucarest.

Hungría vive bajo el mandato de Vik_tor Orban (Partido Popular Europeo) una peligrosa deriva nacionalista y autocrática que ha disparado las alarmas no solo en la Comisión Europea, sino también en el Consejo de Europa, el órgano que vela por el respeto a los valores democráticos y los derechos humanos. El caos institucional también amenaza a Rumanía. Y en Bulgaria, el Gobierno ha dimitido tras unas revueltas populares, con inmolaciones incluidas, más propias de la primavera árabe que de un socio de la Unión Europea. Quizá todavía no ha calado en todos los países de la nueva Europa una de las consignas del personaje lituano de Franzen: “La democracia reporta dividendos”.