"...Y si no termina, se contamina más, y eso se cubre de polvo...", cantaba Andrés Calamaro en sus Crímenes Perfectos. Se acaba esta etapa mía en Rumanía, y con ella, al menos temporalmente, esta rúbrica con la que tanto nos hemos divertido en esta taberna de Obor las úlitmas semanas. El bar seguirá abierto, lo traspaso a mi hermana, pero habrá que ir allí para disfrutar del ambiente, porque se queda sin cronista.

El amor está en todas partes y los cuentos de hadas pasan también en los barrios pobres. Hace unos meses conocí en la tienda de alimentacíón árabe del final de la calle Mosilor a un apuesto y adinerado cristiano libanés, que quiere casarse conmigo y se me lleva a vivir con él a Nueva York, donde tiene sus negocios.

La pedida de mano fue el miércoles pasado, y el viernes después de entregar la anterior columna a Hotnews supe que nos marchábamos. El mismo viernes llamé a un grupo de buenos amigos para invitarles a una noche de manele en el sin igual restaurante Hanul Drumetului. Y el sábado me despedí de todos con una fiesta por todo lo alto en casa, que un amigo, virtuoso de la balalaika del barrio de Militari, bautizó como "la fiesta de las almas perdidas". Vinieron los chicos del barrio, los clientes de la taberna, las primas de Arad, los árabes de la tienda y todos los amigos de la prensa, la realeza, la política y la farándula de mis tiempos de jefa de sala en el bar del Interconti.

Desde las cinco de la tarde hasta bien entrada la madrugada bebimos, fumamos, hablamos, bailamos y nos abrazamos. Sonó mil veces el "Amante Bandido" de Bosé y Alaska, como cuando trabajaba en Zaragoza, los maneles del viernes, la música de barriada de La Húngara y el clásico imperecedero que es "Las manos quietas". Fue magnífico poder despedirme de todos. Se desbordaron la alegría y la emoción, sobre todo durante la tómbola en que repartí todos mis recuerdos que no puedo llevar allá y no quiero dejar aquí. Todo el mundo fue feliz, y esta etapa en Bucarest se cerró en su mejor versión.

Pasada la media noche los invitados se fueron a Lipscani a seguir bailando. No tenía ganas de club, y me quedé sola escuchando música, repasando tantos momentos. De repente me llamó un amigo rumano: habían ido a cenar y querían volver a la fiesta. Les expliqué que no quedaba nadie y volvieron. El grupo era espléndido: mis amigos rumanos y muy bien incrustados entre ellos un estudiante irakí, una princesa del Norte de Europa, un diplomático hispanoamericano que hablaba árabe y resultó ser judío, un periodista español...

Abrimos de nuevo al youtube y volvió a correr el vino, vi al diplomático cantando una canción en hebreo. Le pregunté si sabía hebreo, y resultó que era judío. Cuando el árabe se había marchado corrí a la habitación y saqué toda la parafernalia sionista de cuando trabajé en el bar para rumanos de la calle Levinski de Tel Aviv, al lado de la estación de autobuses. Qué felices fuimos también allí, hasta que la invasión de eritreos y sudaneses sin papeles expulsó a los rumanos -y por tanto a los clientes- de la zona. A los negros no les gustaba Dan Spataru. Saqué, decía, la parafernalia sionista, y al ritmo de animadas canciones mosaicas agitábamos la bandera blanca y azul con la estrella y nos hacíamos fotos con un retrato del primer ministro Begin. Al diplomático le regalé un precioso cuadro con postales israelíes de los años 50 y una entrada para la fiesta del Año Nuevo de 1949 en la sinagoga de Bucarest.

Y ahí, en plena exaltación de la amistad sionista, se puso el broche de oro a la noche. La reina, que estaba en Lipscani, entró sin llamar por la puerta e irrumpió aristocrática en el comedor. Sin explicarse y que nadie le preguntara tomó la kipá de la estantería, se abrazó al diplomático y posó ella también para la foto.