El lunes nos acostamos con los ecos antigitanos de un nuevo derby del Rapid, que en Rumanía es considerado el equipo de los romaníes. El Dinamo recibía en el Nacional Arena a los granates en uno de los clásicos capitalinos. Como pasó hace un mes en el Steaua-Rapid, aficionados del equipo local mostraron pancartas racistas contra los gitanos, y buena parte del estadio y no "la minoría que a nadie representa" invocada normalmente por los exquisitos corearon también agresivas consignas contra el colectivo.

Regele Mihai I in ParlamentFoto: HotNews / DP

Es afición del periodismo apelar a Yugoslavia y advertir de que viene el genocidio cada vez que hay gritos en los estadios. Detrás de la barra de esta taberna de pendencieros sabemos que las amenazas no siempre se cumplen, no cabe pues la apocalipsis. Si nos molestan estos ruidos como a Platini es por feos y desagradables. El Rapid es sin duda el equipo más bello de Rumanía, como dicen los italianos de sus esquadras, y jamás en su estadio de Giulesti se han oído canciones contra una parte de sus fieles como ocurre en las gradas de Steaua y Dinamo, donde se ve a rumanos más negros que los príncipes saudíes sumarse a la ira coral contra los gitanos o agachar la cabeza y clavar los ojos en el césped esperando a que pase. No sé cuántos gitanos son del Rapid y cuántos del Steaua, ni si es de verdad el Rapid el equipo de los gitanos. Pero me gusta que todos los gitanos puedan ser del Rapid.

Y la semana se acerca al final con el cumpleaños del Rey Miguel, que ha recibido condecoraciones del Ejército y un título de Doctor Honoris Causa y ha visto inaugurarse una plaza con su nombre en la capital. Últimamente emocionan los homenajes a este rey de vida difícil maltratado por la historia. La apisonadora roja le negó el trono cuando era joven, tras las cuitas de la guerra. Iliescu le privó del gusto de volver después de la revolución: su comitiva fue interceptada por la Policía y expulsada de territorio rumano; el rey, humillado, y privado del júbilo del recibimiento de sus antiguos súbditos, de los mejores de sus antiguos súbditos. No sólo no recuperaría el trono: la realpolitik mezquina de los apparatchik del comunismo pisoteaban sin miramientos la trascendencia de su figura. El nuevo poder le trataba como a un espalda mojada y no pasaba nada. La rehabilitación fue estéril y vino tarde, cuando ya no se le esperaba.

Hace poco más de un año recibió una nueva bofetada, gratuita e inesperada, del presidente Basescu, que en un programa de tele adicto sorprendió a todos con un juicio sumarísimo de la abdicación del rey. Vasallo de los rusos, le llamó el que fuera jefe de la oficina en Amberes de la marina mercante comunista. Con semejantes credenciales de resistencia heroica le recriminó al rey que no muriera con la corona puesta a los pies de la pérfida caballería del Kremlin. El ataque de Basescu provocó que el Parlamento invitara al rey a dirigirse a la nación del día de su 90 cumpleaños, hace ahora un año. La alocución del anciano debilitado y sufriente y sin embargo enhiesto fue quizá el único momento de orgullo público y emoción política que ha vivido Rumanía en el último lustro. Su discurso fue inteligente, profundo y conciliador, y su figura vulnerable y solemne evocó el ejemplo de dignidad y coraje de los últimos momentos de un gigante del siglo como Wojtyla. Y si conmovió verlo en el Parlamento no menos bello fue escuchar su disgusto humanísimo y humilde con las palabras de Basescu en los micrófonos de la BBC.

En la barra de esta taberna pobre sin veleidades monárquicas levantamos los vasos de coñac barato y brindamos por el Rey Miguel.