En el año 2007 empecé a escribir un guion. Involucré en el proyecto a dos guionistas amigos: Manu y Bea. Juntos trabajamos sobre una idea a la que llevaba tiempo dando vueltas y, unos meses más tarde, ya teníamos una versión bastante trabajada. La película se llamaba Uruguay. Durante años visité productoras, festivales, acudí a mercados y a convocatorias de subvención y, lo poco que iba consiguiendo, lo perdía al no poder cerrar toda la financiación.

HawaiiFoto: Afis

Cuando encontraba dinero en España, me fallaba el inversor rumano; más viajes y festivales hasta que conseguí que un productor americano –e incluso una estrella de Hollywood– se interesara por el proyecto, pero nos faltó entonces el dinero europeo. Los años iban pasando y yo, convencido de la bondad del proyecto, seguía contando la historia a quien quisiera escucharla en Cannes, Los Angeles, Madrid o Bucarest.

Mientras, seguíamos haciendo versiones y más versiones del guion. La historia se desarrollaba en el último año de la dictadura comunista de Ceauşescu en Rumanía y, para hacerla más universal, cambiamos ciertos elementos de la historia y la película pasó a llamarse Hawaii.

En el año 2015, ocho años después de empezar con el proyecto, ya con pocas fuerzas y –para que negarlo– un poco desesperado, se abrió lo que consideré la última oportunidad: una convocatoria de subvención en Rumanía. Visité una vez más a todos los productores del país y solo conseguí negativas. La productora española que me apoyaba me comunicó que no podría colaborar conmigo porque su última película había sido un fracaso y no tenía recursos.

Quedaban diez días para presentar los proyectos y se me ocurrió llamar a Dragos Bucur, un actor con el que había trabajado varias veces y que acababa de montar una productora con su escuela de actores; había rodado un par de películas de muy bajo presupuesto y habían ido muy bien en taquilla, con lo que tenía los puntos necesarios para optar a la subvención; además, él era el actor que yo proponía como protagonista así que el circulo se cerraba. Me contestó que no tenía ningún problema en presentar la película con su productora, que él no era un productor al uso y que no tenía ninguna experiencia en subvenciones. “Yo tampoco”, respondí. Así, un actor y un director nos pusimos la chaqueta de productores.

Ganamos la subvención

A partir de ahí la historia es más corta: gracias a la subvención del Ministerio de Cultura rumano conseguimos más fondos de empresas privadas y nos lanzamos a rodar la película; después nos llegó dinero de los exhibidores y pudimos ponernos con la postproducción y acabar la película.

Nos asociamos a empresas de publicidad y lanzamos una campaña muy potente hasta el estreno.

En la puerta del cine, antes del estreno, pensaba en el largo viaje que había recorrido la película, en las horas, semanas, meses y años que me había costado llegar hasta ahí. Sentía el nerviosismo ya familiar antes de los estrenos. Recordaba mi primer estreno y el sufrimiento que me había provocado ver la película en el cine Capitol de Madrid.

Cuando empezó la proyección todo me parecía lento, aburrido, pensaba que la gente iba a empezar a levantarse de sus butacas y a salir de la sala. De repente no podía estar allí, me quería ir. No me fue posible porque estaba en mitad del patio de butacas y aguanté los nervios como pude. A partir de entonces, cada vez que estreno una película procuro sentarme cerca del pasillo para poder salir con cualquier excusa y no tener que sufrir un ataque de nervios.

Hawaii empezó conmigo en el patio de butacas, pero un mensaje de la encargada de prensa requiriéndome para una entrevista me dio la excusa para salir. Después volví a entrar en el cine, contemplé la sala llena a rebosar y me quedé de pie unos minutos en la puerta; allí era más fácil ver la película, me podía ir cuando quisiera. En breve llegaríamos a la secuencia de la embajada americana y quería ver la reacción del público a unos momentos cómicos: se rieron, la sala se reía, yo me sentí aliviado; solo hay una cosa peor que el hecho de que, en un momento cómico, la gente no se ría y es que se rían en un momento dramático.

Tú trabajas durante años en la historia, en los planos, el montaje o el sonido pensando en cómo reaccionará la gente, pero hasta el estreno lo haces con un equipo reducido de personas, te lo imaginas, pero solo eso, lo imaginas; no sabes si les gustará, les emocionará, les hará reír y llorar o simplemente les aburrirá. La película seguía avanzando y esperé un rato más de pie, viendo las caras de la gente y escuchando sus reacciones a los planos que yo había visto mil veces y que ellos veían por primera vez y me parecía que las reacciones eran buenas.

Más tranquilo, me fui a mi asiento, quedaba media hora de película, el final, la resolución de todas las tramas y una pequeña sorpresa, un momento visual muy potente. Tenía mucha curiosidad sobre ese momento, quería conocer cómo el público iba a reaccionar, cómo iba a responder. Quedaban tres planos, dos, uno y allí estaba el plano que hacía cambiar el rumbo de la película; en el cine se oyó un rumor, luego risas y, después de unos segundos, un aplauso.

Yo sabía que era un estreno, que la gente es más “amiga” y que, quizás, reaccionen mejor; pero nunca esperé un aplauso espontáneo en mitad de la proyección; respiré contento. Quedaban unos minutos más antes del final, miré hacia atrás y todo el mundo estaba atento a la pantalla. Me acomodé en la butaca; estaba, de repente, muy tranquilo y me dispuse a ver el final de la película; entonces me di cuenta de que por fin había acabado la película, ya no era el director, mi trabajo se había terminado en ese preciso instante en el que me convertí en un espectador más de Hawaii.