Me desperté, un gallo cantaba muy cerca de mi casa. Escuché con atención entre las almohadas y, no uno, varios aunaban sus cantos para despertar al vecindario. Miré la hora: eran las seis y cuarto de la mañana y los gallos cantaban –como era su obligación– anunciando el nuevo día. Yo no entendía qué pintaban unos gallos cantando en Condado, una de las áreas más turísticas de San Juan de Puerto Rico.

Gallos en la plaza de San JuanFoto: Jesus del Cerro

Me acababa de mudar a ese apartamento y, ya el día anterior, había oído unos gallos cantando entre sueños, pero lo incluí como parte soñada y no real. Ahora aquella decisión se mostraba errónea, los gallos existían, eran reales y hacían mucho ruido.

Una vuelta en la cama me llevó cerca de la mesilla, miré el teléfono, estaba lleno de mensajes y el correo mostraba unos cuantos e-mails recién recibidos. En España eran las once y cuarto de la mañana, decidí cerrar los ojos, pedí mentalmente a los gallos que no hiciesen mucho ruido, di por supuesto que ningún mensaje sería importante y me dormí.

La preproducción seguía a buena marcha. Solo me preocupaba el casting y las localizaciones. Los protagonistas de la película venían de Estados Unidos y para eso estábamos en contacto con un director de casting de Los Ángeles. El casting local lo llevaba una chica llamada Edmée, que se movía muy bien, y ya teníamos cerrados a casi todos los actores de Puerto Rico. Pero con los actores americanos era otro cantar. Jugaban muchos factores y no todos los controlábamos nosotros: fechas, sueldos, guion, productores y yo… Yo era parte de los factores por los que un actor con algo de nombre podía decidir si hacer o no la película.

Cada actor tiene que valorar si este director español es digno de confianza, “se pone en tus manos” me decía el director de casting y luego oía una y otra vez que los directores europeos están muy bien vistos ahora en Estados Unidos pero, el hecho es que, a dos semanas del inicio del rodaje, la película seguía sin tener protagonistas.

El mercado americano es muy competitivo, se trata de hacer una película, de cobrar lo máximo posible y aquí los managers, agentes, sindicatos se lo curran, y mucho, para exprimir al máximo a la producción y negociar al límite. Ellos saben que tienes una fecha de rodaje y que, según se acerque esa fecha y no tengas a tus actores, más pueden pedir… También puede llegar otro actor y quedarse sin el papel, pero en estas negociación ellos son unos maestros y tienen los nervios de acero.

Yo, como novato que soy en estos temas en Estados Unidos, preguntaba nervioso cada día a ver si el director de casting contestaba y qué contestaba. Los productores, más tranquilos, esperaban sin perder la calma y jugaban esa negociación: nombres que iban y venían pero nada cerrado. Yo veía la fecha de inicio de rodaje –14 de febrero, San Valentín– y esperaba que Cupido, el dios del amor, nos concediera un buen reparto.

Al día siguiente íbamos a Mayagüez, la tercera ciudad de la isla. Allí rodaríamos la mayor parte de la película. Habíamos llegado a un acuerdo con el Ayuntamiento y nos ayudarían con la logística, permisos, cortes de calles, etc. La localizadora había mandado fotos de mil sitios y nos estaba esperando ansiosa para enseñarnos todo lo que había encontrado, así que nos pusimos en marcha. Las carreteras en Puerto Rico son como en EE.UU., grandes autopistas salpicadas aquí y allá de anuncios de comida rápida. Las hamburguesas, los tacos, y el pollo frito compiten en cada intersección.

Llegar a Mayagüez nos llevaría tres horas de coche atravesando la cordillera que divide la isla por la mitad: la parte norte, tropical, está bañada por un revuelto y tormentoso Océano Atlántico donde las olas hacen las delicias de los surferos y el viento sopla un día sí y otro también; y el sur de la isla, más seco y bañado por el mar Caribe, calmado y tranquilo, que más parece un lago que un mar. Es increíble, pero los cien kilómetros que hay de norte a sur de la isla te enseñan dos mares radicalmente diferentes.

Los dos días siguientes los dedicamos a ver hoteles, casas, bares, restaurantes, naves industriales, farmacias, parkings… todo aquello que sale en la película, hasta la última localización, hay que decidirlo. La imagen de la película empieza con las localizaciones, luego producción pedirá los permisos y organizará el aparcamiento y la logística, el equipo de arte intervendrá, pintará, reorganizará, amueblará o hará lo que sea necesario para que el espacio quede como un servidor se lo imagina y como el guion requiere. El día de rodaje, el director de fotografía, los actores y el encuadre preciso darán vida a la localización, solo durante unas horas, el tiempo necesario para rodar; después, las localizaciones, como cenicientas después de las doce de la noche, volverán a ser las farmacias, casas, talleres que siempre fueron, pero seguro recordarán cómo durante algunas horas se disfrazaron y salieron en una película.

De vuelta, mientras mis compañeros echaban una cabezadita, yo iba haciendo un resumen de nuestra situación y es cierto que nos faltaban cosas, pero habíamos hecho un buen trabajo: decidimos bastante localizaciones, el reparto de Puerto Rico estaba casi listo, solo nos faltaban los cinco actores protagonistas que a dos semanas de rodaje aún no tenía, pero contaba con la ayuda de San Valentín y la templanza negociadora de los productores.

Al volver a San Juan el jefe de producción se despidió de mí hasta el día siguiente en la puerta de mi apartamento. Decidí caminar hasta la playa, de hecho, había elegido alojarme ahí para estar cerca del mar. Tenía hambre y estaba cansado del viaje y las localizaciones, pero me gustaba dedicar unos segundos a darle valor a estar en Puerto Rico, a estar haciendo una película americana. Los nombres de actores que iban y venían eran actores con los que nunca hubiera esperado trabajar, actores que veía en las películas y que ahora me llegaban en correos electrónicos como propuestas. Mientras caminaba hacía la playa, la vi: una gallina seguida por sus polluelos atravesaba la acera delante de mí. Me paré, estaba en una plaza ajardinada a escasos metros del apartamento y a unos cien de la playa, exactamente en la esquina de Luchetti con Caribe, enfrente de una escultura de Cervantes y allí, por los jardines, gallinas y palomas compartían plaza, correrías y comida. Esos eran los gallos que me despertaban cada mañana.

Miré buscando dónde dormirían y vi, en la acera de enfrente, una casa abandonada donde una gallina, después de cruzar la calle (sin mirar) entraba. No entendía muy bien qué hacían esos gallos y gallinas en la plaza, pero pensé que, al menos un día antes del rodaje, sabría con qué actores contaría y eso sería, seguro, después de que esos gallos cantaran para despertarme.