Siempre que puede vuelve la mirada a Europa. En el Viejo Continente, Norman Manea (Bucovina, 1936) se siente completamente en casa. En Londres, París, “la luminosa Madrid” o incluso en la “comercial y poco atractiva” Fráncfort, cuenta, está cómodo, arropado. Pero el rumano, uno de los escritores más reconocidos de su generación, lleva más de dos décadas afincado en Nueva York. Casi 30 años en un exilio que jamás planeó tan largo. Pero es la historia de su vida. Su particular espiral, explica María Sahuquillo deEl País.

Norman Manea la ChisinauFoto: ICR Chisinau

Tenía cinco años cuando, durante la II Guerra Mundial, fue deportado junto a su familia y el resto de judíos de la región a un campo de concentración en Ucrania. Y más tarde, a los 50, se vio obligado a abandonar Rumania por su oposición a la dictadura comunista de Nicolae Ceaucescu. De Bucarest viajó a Berlín y, más tarde, a Washington y Nueva York.

Tal vez por eso, el novelista, cuentista y ensayista, que se formó como ingeniero hidrógrafo, pero que desde 1974 se dedica en exclusiva a la literatura, centra un gran núcleo de su obra —desde sus memorias en El regreso del húligan (Tusquets) hasta la novela de ficción La guarida— en el exilio. Y lo hace sin ningún victimismo. Incluso, desde el humor. Ataviado con unos vaqueros oscuros y un jersey de cuello alto gris, Manea recorre su biografía recostado en uno de los sillones de la Casa de la Literatura de Iasi, donde ha acudido para hablar de Leche negra, su próximo libro, que se publicará en España a principios de 2015 (en Galaxia Gutenberg). Una serie de ensayos sobre autores como Celan, Roth o Kafka en los que analiza la literatura judía de la diáspora y trata desde el Holocausto hasta el nacionalismo, la globalización, la identidad o, de nuevo, el exilio.

“Parece que era mi destino. Lamentablemente tenía que ser un exiliado. Pero, como pasa con todas las experiencias humanas, no es solo terrible. Aunque salir de tu país de esa manera y aclimatarte a otra realidad tiene un coste psicológico y emocional tremendo, tiene también partes muy estimulantes”, analiza el escritor. “Ir de Rumania a América fue como entrar prácticamente en lo desconocido. Y lo desconocido no es únicamente el exterior, también es interior, empiezas a adentrarte en todos aquellos lugares de ti mismo que no conocías y descubres partes de ti”, comenta subiéndose un poquito las gafas, que le han resbalado sobre el puente de la nariz.

A Manea, agudo en la escritura —traducido a más de veinte idiomas y ganador de premios como el Médicis, la beca MacArthur o el título de Comendador de la Orden de las Artes y las Letras de Francia—, le encanta conversar. Tanto, que pasan los minutos uno tras otro y su café negro y humeante se ha quedado helado y sin tocar. La catarata de recuerdos y pensamientos fluye. “Podríamos estar cuatro horas hablando. Y luego, otras cuatro más”, sonríe con la mirada traviesa. De momento, detalla, no tiene planes de volver a instalarse en Rumania, en Europa. “Tengo el concepto, puede que un poco infantil, de que no vivo en un país, sino que vivo en un idioma”, remarca. Por eso, aunque da clases en inglés —es profesor en el histórico Bard College— y domina esa lengua, sigue escribiendo en rumano. Y así lleva consigo su patria.

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