En otros tiempos, otras serían las consideraciones y, en modo evidente, otra sería la cuestión planteada.

Catalonia, pe drumul spre independentaFoto: Agerpres/AP

Cuando ahora más de 500 años Aragón y Castilla decidieron unirse para formar el Reino de España, su alianza representó la culminación de un proceso de concentración de poderes, nacido algunos siglos antes como respuesta a la debilidad de los poderes intermedios. Mediante alianzas matrimoniales, los reyes aseguraban su continuidad, evitaban disputas y procuraban la prosperidad a sus súbditos. La unión hace la fuerza, dicen los belgas en su evidente necesidad de encontrar puntos en común. El progreso se entendía entonces como la necesidad de su unión.

Mucho ha llovido desde entonces y mucho han cambiado también los valores y necesidades de nuestra sociedad. El independentismo catalán podría nacer como el polvo sobre las viejas glorias, dando a algunos el derecho a pensar que de otra forma más posibilidades tienen de un futuro mejor. Pero no hay mayor error, y confusión más deseada, que entender el problema en clave de progreso. La cuestión de fondo es la lucha entre dos poderes: Madrid, capital; Barcelona, economía. Al primero cree pertenecerle la identidad del Estado, al segundo los negocios.

Nuestra sociedad actual, vencedora de pasadas tiranías, sueña con la consolidación de un orden europeo garante de la prosperidad de sus Estados. En este contexto, el independentismo catalán aspira a integrarse como miembro en plano de igualdad con España. Sin embargo, destruir los viejos lazos para crear otros nuevos, sólo sería válido si los viejos ya no nos fuesen útiles en ningún modo. Pero la demagogia del independentismo catalán plantea romper con España, para poder entenderse con ella en el contexto del más conveniente orden europeo.

No digo que las relaciones no sean susceptibles de reinterpretaciones; todo orden puede ser mejorado. Pero una cosa sí que es segura, nunca querría beber de una copa rota.